“Spider”: las telarañas del pasado
DVD: Ralph Fiennes transita la delgada línea entre cordura y locura
Por Diego Sebastián Maga
“Spider” (“Araña”) oscila entre la compleja alienación adulta y la sospechosa fabulación infantil. Cordura y locura, pasado y presente, se tensan en esta lenta y atractiva narración de un hombre que a poco de salir de un instituto psiquiátrico va en busca de las “razones cuerdas” que provocaron su encierro.
Una libretita de apuntes (escondida bajo la alfombra de su nueva habitación) guarda las pistas incompletas que lo llevan directo a su niñez. A su padre y a su madre. Una pareja agobiada y en vías de descomponerse. Este tumultuoso tránsito entre la incertidumbre y la locura, se superpone con sugestivas escenas y parlamentos de telarañas que se tejen lentamente, vidrios que se destruyen y recobran su forma ( recogiendo y uniendo las esquirlas) y rompecabezas que se arman accidentadamente y se desarman en plena desesperación e impotencia. Esta sucesión de imágenes, calza a la perfección. Nada parece forzado. Y, sutilmente, estimula al espectador a ir sacando sus propias conclusiones sobre la vida que su protagonista, Ralph Fiennes (en un rol en el que habla poco –generalmente, murmura- y expresa mucho), reconstruye penosamente. Nada más complicado, que encajar los pedazos irregulares (y viciados de tiempo y subjetividad) que nos quedan en la adultez sobre aquellos primeros años de existencia. El relato (dirigido por David Cronenberg) se desenvuelve sobre paisajes ajados; angustiantes barrios sin sol; habitaciones oscuras, ambientes casi claustrofóbicos.
El personaje central visita algunos puntos de la ciudad que lo incitan a retroceder en su mente y desanudar los enigmas que lo perturban. En esa penetrante indagación, sus padres adquieren formas diversas: ninguno parece ser quien realmente fue. Y –sobre todo- su madre, en un tramo de la búsqueda muta de conductas e –incluso- de rostro. Esto lo lleva a seguir tejiendo su infancia y a sospechar que su verdadera mamá fue asesinada por su padre y sustituida por una prostituta con quien mantenía un incendiario romance (en los papeles femeninos, gran ejercicio interpretativo de Miranda Richardson).
Aquí, cada certeza trae más inseguridades y tienta todavía más a la locura y a la muerta. El cuadro jamás se termina de componer del todo, y la cordura nunca irrumpe para siempre. Es que –como suele suceder- lo que se rompe, jamás vuelve a recuperar su forma original…